La historia de Manuela no dista de la de otras muchas mujeres. Un número que, por desgracia y en pleno siglo XXI, sigue siendo intolerable. Nuestra protagonista contrajo matrimonio allá por el año 2005. Previamente, había disfrutado de un periodo de noviazgo breve pero muy intenso. Así es, el verbo propio para describir la antesala a su unión era “disfrutar”. La cosa, sin embargo, iba a dar un giro inesperado para Manuela. Algo inimaginable, tratándose de su Pedro. Su príncipe azul, el hombre de su vida.
El primer suceso reseñable lo sufrió en plena luna de miel. Como tantas otras parejas por aquel entonces escogieron las Islas Canarias, el destino por antonomasia. Sería la segunda o tercera noche cuando, tras una cena que a ella le pareció perfecta, Pedro estalló: “¿Por qué te miraba así el camarero, Manuela? No te quitaba los ojos del escote el muy cerdo...”; gritó, visiblemente enfadado. Ella le respondió en tono conciliador, sorprendida por el arrebato de su nuevo marido: “Cariño, yo no me he dado ni cuenta la verdad. De todas formas lo único que puede hacer es mirar, se tiene que conformar con eso. En cambio tú puedes hacer con ellas lo que te plazca...”. La última frase la acompañó de un acercamiento íntimo, consistente en posar la mano derecha sobre su miembro viril, por encima del pantalón. Pedro reaccionó con un respingo, como si el contacto hubiera venido acompañado por una descarga eléctrica. “Serás guarra… Seguro que si hubieras estado con el camarero a solas habrías hecho lo mismo que conmigo. Es la última vez que sales así vestida. Vas provocando”. La cara de Manuela fue perdiendo color hasta quedarse totalmente pálida. Por momentos sintió que le fallaban las piernas, que en cualquier instante podía desfallecer. ¿Qué mosca le había picado? Sacando fuerzas de flaqueza extendió su brazo, acercándolo tanto como daba de sí al rostro de su esposo. Pedro dio un paso atrás, en clara actitud de rechazo, poniendo más tierra de por medio entre ellos. La mujer, abatida, rompió a llorar, cayendo hacia delante sobre sus rodillas. “No entiendo nada Pedro. Siento mucho si te he ofendido”; alcanzó a mascullar, entre sollozos. Su hombre cambió el tercio de repente, como si todo lo anterior hubiera sido una broma de mal gusto o una simple pesadilla: “No, Manuela, perdóname a mí. He bebido en exceso”; dijo, al tiempo que se ponía a su altura y la abrazaba. La cosa quedó ahí. Lo que Manuela no se imaginaba ni supo vaticinar es que estaba ante el comienzo de una situación de maltrato de largo recorrido. Era, oficialmente, víctima de violencia de género.
El segundo episodio no se hizo esperar: una semana después de regresar de su viaje, Pedro protagonizó una nueva agresión. Esta vez fue un paso más allá, recurriendo al menosprecio y la amenaza. ¿El motivo? Unos celos infundados, al igual que aquella noche en Canarias. Según él, en una salida social de sábado cualquiera, estando acompañados de varias parejas de amigos, ella se fijó “más de la cuenta” en Alfredo. Precisamente Alfredo, un colega de los de toda la vida. Pedro, inmediatamente después de poner un pie en casa, le dijo algo así como que era una buscona y una puta. Concretamente usó el término fulana. Además, no conforme con lo anterior, llegó a advertirla de la siguiente manera: “No te voy a volver a permitir que me dejes en ridículo delante de mis amigos. La próxima no serán solo palabras”. Toda una declaración de intenciones.
En esta ocasión la reconciliación no llegó de corrido. En absoluto. Se hizo esperar un par de días durante los que Pedro la castigó con su silencio y falta de atención. Cuarenta y ocho horas que a Manuela le parecieron años. Su marido no le dirigió la palabra para nada. Por las noches ella lloraba en sordina. Quería encontrarle sentido a lo que le estaba pasando. ¿Lo había provocado ella de alguna forma? ¿Qué había hecho mal?; eran algunas de las preguntas que le rondaban la cabeza durante las largas horas de insomnio. Poco a poco, el sentimiento de culpa se fue instalando. A partir de ahora, decidió convencida, tendría especial cuidado para no enfadar a Pedro. Al fin y al cabo era su marido y sabía, por experiencia, que podía ser encantador. Lo quería de vuelta.
Pasaron los meses y Pedro, el de antes de casarse, no regresó. Las escenas de maltrato se encadenaban en el tiempo; una tras otra, cada vez con una periodicidad más corta. Su marido - el de antes - solo volvía, siquiera momentáneamente, para pedirle perdón y agasajarla con regalos y detalles. Esto ocurría siempre tras un episodio agresivo. Sin excepción. El Pedro del noviazgo retornaba solo lo suficiente para atraer nuevamente a Manuela hacia sí, para tenerla a su merced y evitar que escapara a su férreo control. No quería él perderla, no señor. Ella, por su parte, se afanaba en agradarlo. El objetivo era que la bestia no despertase. Sabía de buena tinta que cuando lo hacía podía ser temible.
Ni el embarazo consiguió recuperarlo: el éxtasis por la noticia de la próxima venida de su primer hijo le duró un par de semanas, a lo sumo. De hecho, la primera agresión física grave tuvo lugar en el quinto mes de gestación. Pedro llegó a casa sobre las cuatro y se encontró a Manuela tendida en el sofá. Ese día se notaba excesivamente cansada. Su marido, lejos de interesarse por su estado, se encaminó decidido hasta ella y la asió del brazo con brusquedad, en un intento de levantarla. Comoquiera que Manuela no reaccionaba, Pedro le dio un tirón y la hizo caer al suelo. Su cuerpo golpeó el piso con un impacto seco, amortiguado en parte por la mesa camilla. Inmediatamente él se giró sobre sí mismo y se dirigió hacia la puerta de la vivienda, diciendo a su espalda: “Eres una vaga y una asquerosa. No eres capaz de prepararle la comida a tu esposo. Me voy al bar, no me esperes despierta esta noche”; las últimas palabras se ahogaron con el portazo que siguió a la salida de Pedro, que se marchó dejando tras de sí a una Manuela destrozada. Física y emocionalmente.
Lo que tampoco esperaba nuestra protagonista era la visita de su hermana Alba, la pequeña. Entró con sus llaves en el domicilio, sin previo aviso, y se topó de bruces con la escena: Manuela seguía tendida en el mismo sitio, junto al sofá, empapada en sudor y lágrimas. No sabría decir cuánto tiempo había trascurrido desde la agresión. Estaba aturdida. Alba la ayudó a ponerse en pie, le explicó que la había llamado Estela, la del cuarto. Los gritos se escucharon en todo el bloque. Lo siguiente que Manuela recuerda es que su hermana la abrazó durante horas, en silencio. Sobraban las palabras. De allí, juntas, se marcharon para no volver. Tocaba sobrevivir.