La mañana era lluviosa y desapacible. Por suerte, la parada del autobús me pillaba a escasos doscientos metros del portal de mi casa. Para un chaval de catorce años, en buena forma física, el paraguas sobraba. Mi madre, en sus trece, gritaba desde el salón: “Álvaro, no se te ocurra irte sin el paraguas”. Todo sea por llevar la contraria. Al final salí sin él, total, cuando se enterara yo ya estaría camino del colegio, cómodamente sentado en mi asiento. ¡Qué sería de mí sin estos toques de rebeldía!
Llegué a la parada en un abrir y cerrar de ojos, tal como había previsto.
Lo que no tenía calculado era la cantidad de agua que puede descargar un solo
nubarrón en cuestión de segundos. Las zapatillas J’Hayber no fueron rival para
la lluvia y me subí al autobús con los calcetines empapados. Mi madre volvía a
salirse con la suya. “Siempre tiene razón, jolines”; me censuré, aunque
nunca se lo admitiría. A cada pisada, por los diminutos agujeros del lateral de
mis bambas, salía un significativo volumen de agua. Nada más poner un pie en el
pasillo, me encontré con don Juan de bruces. Con sus ojos clavados en mis pies declaró:
“No podrías haber cogido el paraguas para llegar hasta aquí, ¿verdad?”.
Desvié la mirada, arrepentido. Finalmente alcancé a decir, entre balbuceos: “Lo
siento, don Juan”. Por respuesta meneó la cabeza de lado a lado, en clara
señal de desaprobación y se apartó un poco, lo suficiente para que pudiera
seguir la marcha hasta mi asiento.
A mi llegada, como siempre, me esperaba Emilio. Su amplia sonrisa anticipaba
lo que estaba por llegar: “No sé cómo te las apañas, pero todos los días te
llevas la bronca tío”; a mitad de camino en la frase, ya había comenzado a
emitir sonoras risotadas. Le di un buen coscorrón para que se callara. Esta vez
se lo había ganado. “¡Eh! Que no tengo yo la culpa de que seas un rebelde
sin causa”; protestó, visiblemente molesto por el golpe. Decidí cambiar de
tercio para apaciguar las aguas – nunca mejor dicho -: “Supongo que habrás
estudiado para el examen de mates. La última vez don Juan te aprobó de milagro,
y no creo que lo hiciera gracias a tus amplios conocimientos”; las dos palabras finales las revestí de un ligero toque de ironía. Emilio era bueno en
muchas cosas. Así, a bote pronto, se me ocurren las siguientes: lengua, historia,
plástica, educación física… Básicamente todo a excepción de las mates. Afortunadamente
para él, estas eran mis favoritas. “Saca el libro, cabezón. En veinte
minutos de trayecto se pueden hacer maravillas”; le dije, al tiempo que
acompañaba la frase de una cariñosa palmada en el hombro. No en vano éramos
mejores amigos.
Transcurridos diez minutos desde mi encontronazo con el temporal, don Juan
recorrió la distancia que separaba su asiento, en primera línea, hasta el
nuestro, justo después de la puerta de en medio. Al tener la abertura justo
delante, la hilera de dos plazas que ocupaba ese lugar venía provista de una
barra de protección, para evitar que un frenazo te catapultara hacia el hueco.
A dos adolescentes rebeldes como nosotros nos gustaba poner las piernas en alto
y recostarnos. La postura nos hacía parecer más chulos de lo que, en realidad,
éramos. El maestro llegó a nuestra altura. Solo con la mirada, un servidor y su
inseparable bajamos las piernas iso facto, irguiendo nuestros cuerpos.
Él, por su parte, se dedicó nuevamente a menear la cabeza lateralmente. Era su
forma de decirnos: “No sé qué voy a hacer con vosotros”. Enseguida ocupó
el asiento libre que quedaba a mi izquierda (ya que a Emilio le gustaba viajar
en la ventana y, como se subía en una parada anterior a la mía, tenía
preferencia), miró mi regazo, donde descansaba el libro de mates, y dijo: “Si
vuestro comportamiento fuera la mitad de bueno que vuestros resultados, seríais
unos alumnos de diez. De hecho, debéis saber que en la vida es más importante
ser amables y sinceros que unos eruditos”. Decidí interrumpirle para salir
de mi ignorancia: “Perdone que le interrumpa, don Juan, ¿qué es un erudito?”.
“Alguien que sabe mucho sobre algo”; contestó. Asentí en señal de
comprensión. Inmediatamente prosiguió: “Álvaro, estoy seguro de que tu madre
te insistió para que cogieras un paraguas. Te conozco como si te hubiera
parido”. Era un reproche, pero por su tono de voz sonó cercano, agradable.
No fui capaz de engañarle: “Sí, don Juan. Me lo repitió varias veces. La
última a grito pelado desde el salón, cuando iba a marcharme”. Volví a
agachar la cabeza sin darme cuenta. “Y dime, ¿por qué no le hiciste caso?” ; añadió.
“No lo sé, por molestar supongo”; respondí, al tiempo que le guiñaba un
ojo a Emilio para restarle importancia a mi concesión. Él rio y yo, para no
variar el guion, le acompañé. Don Juan, inesperadamente, también lo hizo,
emitiendo una carcajada sonora, espontánea. Natural, en definitiva. A ambos nos
dejó descolocados. “La verdad es que es gracioso. No le haces caso por
molestar y acabas subiendo al bus calado hasta los huesos”; dijo, entre
risas. Ahora sí que nos había descolocado de verdad. “Tu madre te dice que
cojas el paraguas porque está lloviendo a cántaros y tú, por darle por saco,
sales por patas sin él y acabas empapado”. Emilio, lejos de echarme un
capote a estas alturas, abrió el pico para hacer leña del árbol caído: “Joder,
don Juan, tienes más razón que un santo”. Miré a uno y otro,
alternativamente, durante varios segundos. El pesado silencio se rompió por una
nueva oleada de jolgorio: más risas y aspavientos con los brazos hicieron que
me diera cuenta de lo estúpido de mi decisión. Don Juan concluyó la charla: “Eres
capaz de lo mejor, como ahora con Emilio, ayudándolo a sacar el examen; y de lo
peor, antes, con tu madre. Piénsalo”. No hubo tiempo para la réplica. Habíamos
llegado a nuestro destino.