UN SÁBADO CUALQUIERA EN CÓRDOBA

UN SÁBADO CUALQUIERA EN CÓRDOBA
UNA DE BUENOS AMIGOS

viernes, 15 de enero de 2021

La ruta 2 del Sansueña

 La mañana era lluviosa y desapacible. Por suerte, la parada del autobús me pillaba a escasos doscientos metros del portal de mi casa. Para un chaval de catorce años, en buena forma física, el paraguas sobraba. Mi madre, en sus trece, gritaba desde el salón: “Álvaro, no se te ocurra irte sin el paraguas”. Todo sea por llevar la contraria. Al final salí sin él, total, cuando se enterara yo ya estaría camino del colegio, cómodamente sentado en mi asiento. ¡Qué sería de mí sin estos toques de rebeldía!

Llegué a la parada en un abrir y cerrar de ojos, tal como había previsto. Lo que no tenía calculado era la cantidad de agua que puede descargar un solo nubarrón en cuestión de segundos. Las zapatillas J’Hayber no fueron rival para la lluvia y me subí al autobús con los calcetines empapados. Mi madre volvía a salirse con la suya. “Siempre tiene razón, jolines”; me censuré, aunque nunca se lo admitiría. A cada pisada, por los diminutos agujeros del lateral de mis bambas, salía un significativo volumen de agua. Nada más poner un pie en el pasillo, me encontré con don Juan de bruces. Con sus ojos clavados en mis pies declaró: “No podrías haber cogido el paraguas para llegar hasta aquí, ¿verdad?”. Desvié la mirada, arrepentido. Finalmente alcancé a decir, entre balbuceos: “Lo siento, don Juan”. Por respuesta meneó la cabeza de lado a lado, en clara señal de desaprobación y se apartó un poco, lo suficiente para que pudiera seguir la marcha hasta mi asiento.

A mi llegada, como siempre, me esperaba Emilio. Su amplia sonrisa anticipaba lo que estaba por llegar: “No sé cómo te las apañas, pero todos los días te llevas la bronca tío”; a mitad de camino en la frase, ya había comenzado a emitir sonoras risotadas. Le di un buen coscorrón para que se callara. Esta vez se lo había ganado. “¡Eh! Que no tengo yo la culpa de que seas un rebelde sin causa”; protestó, visiblemente molesto por el golpe. Decidí cambiar de tercio para apaciguar las aguas – nunca mejor dicho -: “Supongo que habrás estudiado para el examen de mates. La última vez don Juan te aprobó de milagro, y no creo que lo hiciera gracias a tus amplios conocimientos”; las dos palabras finales las revestí de un ligero toque de ironía. Emilio era bueno en muchas cosas. Así, a bote pronto, se me ocurren las siguientes: lengua, historia, plástica, educación física… Básicamente todo a excepción de las mates. Afortunadamente para él, estas eran mis favoritas. “Saca el libro, cabezón. En veinte minutos de trayecto se pueden hacer maravillas”; le dije, al tiempo que acompañaba la frase de una cariñosa palmada en el hombro. No en vano éramos mejores amigos.

Transcurridos diez minutos desde mi encontronazo con el temporal, don Juan recorrió la distancia que separaba su asiento, en primera línea, hasta el nuestro, justo después de la puerta de en medio. Al tener la abertura justo delante, la hilera de dos plazas que ocupaba ese lugar venía provista de una barra de protección, para evitar que un frenazo te catapultara hacia el hueco. A dos adolescentes rebeldes como nosotros nos gustaba poner las piernas en alto y recostarnos. La postura nos hacía parecer más chulos de lo que, en realidad, éramos. El maestro llegó a nuestra altura. Solo con la mirada, un servidor y su inseparable bajamos las piernas iso facto, irguiendo nuestros cuerpos. Él, por su parte, se dedicó nuevamente a menear la cabeza lateralmente. Era su forma de decirnos: “No sé qué voy a hacer con vosotros”. Enseguida ocupó el asiento libre que quedaba a mi izquierda (ya que a Emilio le gustaba viajar en la ventana y, como se subía en una parada anterior a la mía, tenía preferencia), miró mi regazo, donde descansaba el libro de mates, y dijo: “Si vuestro comportamiento fuera la mitad de bueno que vuestros resultados, seríais unos alumnos de diez. De hecho, debéis saber que en la vida es más importante ser amables y sinceros que unos eruditos”. Decidí interrumpirle para salir de mi ignorancia: “Perdone que le interrumpa, don Juan, ¿qué es un erudito?”. “Alguien que sabe mucho sobre algo”; contestó. Asentí en señal de comprensión. Inmediatamente prosiguió: “Álvaro, estoy seguro de que tu madre te insistió para que cogieras un paraguas. Te conozco como si te hubiera parido”. Era un reproche, pero por su tono de voz sonó cercano, agradable. No fui capaz de engañarle: “Sí, don Juan. Me lo repitió varias veces. La última a grito pelado desde el salón, cuando iba a marcharme”. Volví a agachar la cabeza sin darme cuenta. “Y dime, ¿por qué no le hiciste caso?” ; añadió. “No lo sé, por molestar supongo”; respondí, al tiempo que le guiñaba un ojo a Emilio para restarle importancia a mi concesión. Él rio y yo, para no variar el guion, le acompañé. Don Juan, inesperadamente, también lo hizo, emitiendo una carcajada sonora, espontánea. Natural, en definitiva. A ambos nos dejó descolocados. “La verdad es que es gracioso. No le haces caso por molestar y acabas subiendo al bus calado hasta los huesos”; dijo, entre risas. Ahora sí que nos había descolocado de verdad. “Tu madre te dice que cojas el paraguas porque está lloviendo a cántaros y tú, por darle por saco, sales por patas sin él y acabas empapado”. Emilio, lejos de echarme un capote a estas alturas, abrió el pico para hacer leña del árbol caído: “Joder, don Juan, tienes más razón que un santo”. Miré a uno y otro, alternativamente, durante varios segundos. El pesado silencio se rompió por una nueva oleada de jolgorio: más risas y aspavientos con los brazos hicieron que me diera cuenta de lo estúpido de mi decisión. Don Juan concluyó la charla: “Eres capaz de lo mejor, como ahora con Emilio, ayudándolo a sacar el examen; y de lo peor, antes, con tu madre. Piénsalo”. No hubo tiempo para la réplica. Habíamos llegado a nuestro destino.