sábado, 7 de julio de 2018

Mi abuelito


Pedro contaba con 27 primaveras. La fatídica llamada llegaría instantes después de almorzar, un frío día de febrero en la ciudad de Ávila. Su madre le revelaba una noticia que sería difícil de digerir; una partida que dejaba tras de sí recuerdos y experiencias inolvidables. Fue amistad verdadera, amor sin condiciones forjado en torno a una pasión común: el deporte rey.

Todo empezó cuando Pedro tan solo contaba con 4 años. Aquel caluroso mes de junio su abuelo, Adolfo, le contagió esa maravillosa afición. El equipo de su ciudad natal (el Córdoba C.F.) militaba por entonces en 2ªB del fútbol español. Se jugaba el ascenso a la división de plata en un grupo, a priori, complicado. De hecho la prensa local lo bautizó como “el grupo de la muerte”.

Una tarde, al salir del colegio, Pedro se llevó una grata sorpresa. Su “abuelito” (como él cariñosamente se dirigía a Adolfo) había venido a recogerlo y sujetaba en su mano derecha dos entradas para ver el primer encuentro de la liguilla de promoción. El Córdoba jugaba contra un equipo con nombre algo extravagante, un tal Barakaldo. Según le explicó su “abuelito” era un equipo del norte muy compacto y, en definitiva, duro de roer.

La experiencia que estaba a punto de vivir marcaría para siempre su futuro. Todo ocurrió en la grada de Preferencia, a pleno sol, rodeado de multitud de aficionados y aficionadas que vitoreaban cada jugada de su equipo. Oír al público rugir durante 90 minutos y, sobre todo, compartirlo con su “abuelito” fue una vivencia extraordinaria. El Córdoba perdió 0-2 ese día pero el resultado era lo de menos.

Esa noche Pedro no pegó ojo. Por su cabeza pasaban tantas emociones que era imposible relajarse. Mañana hablaré con papá para que me apunte a la escuela de fútbol del barrio. Voy a ser futbolista.” Bien entrada la madrugada, vencido por el cansancio, se durmió con una sonrisa dibujada en su cara. Estaba feliz.

La mañana siguiente, como no podía ser de otra forma, llevó a término su intención. Su padre, por su parte, la recibió con gran agrado - Esta tarde, después del cole, iremos a la escuela a apuntarte - A lo que Pedro respondió, preocupado - Pero si no tengo equipación ni zapatillas... - La réplica no se hizo esperar, revestida de su característico tono conciliador - Las tendrás, ya verás - No hicieron falta más palabras. Pedro agarró su mochila, besó a su papá en la mejilla y salió de casa riendo a carcajadas y dando pequeños “saltitos”.

Primero fue la escuela; luego el equipo de un pueblo cercano donde, de la mano de un curtido entrenador (a quien todos conocían como “El Puskas”), aprendió los valores que se esconden detrás de este fantástico deporte; para de allí pasar al conjunto donde llegaría a la madurez futbolística, un club con peso a nivel autonómico. En cada etapa, en cada paso que daba, estuvo presente su “abuelito”. Adolfo lo acompañaba incluso a los entrenamientos, que tenían lugar entre semana, primero después del colegio y más tarde del instituto.

Fuera de los terrenos de juego, en el calor del hogar, Pedro y Adolfo se juntaban cada fin de semana para ver a su Córdoba y al Real Madrid. Los partidos se extendían más allá del pitido final, con tertulias interminables. El vínculo entre ambos, desde aquel caluroso día a la salida del colegio cuando el Córdoba se enfrentaba a ese equipo de nombre impronunciable, no dejó de alimentarse y crecer en ningún momento.

Todo lo que Pedro es en la actualidad se lo debe a su “abuelito” y al fútbol: amigos que, tras años sin contacto, continúan siendo como de la familia; el significado del esfuerzo y el sacrificio, de trabajar en equipo para llegar más lejos; además del magnífico valor del deporte, de la importancia de cuidar la salud a través del ejercicio físico. Son solo algunos de los aprendizajes que el fútbol y, por supuesto, su “abuelito” le brindarían.

Pedro no llegó a ser futbolista profesional – solo unos cuantos lo consiguen -, sin embargo, disfrutó de cada momento, de cada pase, de cada tertulia. En definitiva, de la amistad verdadera. Y es que el fútbol es capaz de conseguir todo esto. Es capaz de llegar a lo más profundo de los corazones para instalarse de forma indefinida. Es capaz de unir a las personas con lazos tan bien anudados que serán imposibles de romper.

La última conversación con su “abuelito” jamás la olvidará.

- ¿Qué tal estás? ¿comiste bien? - Pedro preguntó.

- Sí cariño - dijo Adolfo, con voz entrecortada  - ¿Cuándo vendrás?

- El viernes estaré allí. No te olvides que el sábado tenemos un partido decisivo.

- ¡Cómo iba a olvidarlo! Por cierto, ¿cómo quedásteis en ese amistoso contra el Ávila? - Su "abuelito" parecía estar más lúcido que días atrás.

- Empatamos. No habíamos entrenado lo suficiente, faltaba unión - replicó Pedro, sin ahondar en los detalles.

- El estar compenetrados lo es todo, en el fútbol y en la vida. ¿Disfrutaste?

- Mucho abuelito.

- Eso es lo realmente importante.

Pedro echó un vistazo a la foto de los dos en su mesilla de noche.
- No olvides que te quiero mucho. Cuídate para que te dé un buen achuchón el viernes.

- Así lo haré cariño. Hasta el viernes - contestó Adolfo.

- Hasta el viernes.

Estos escasos tres minutos de charla, a través de un teléfono y a más de 500 kilómetros de distancia, serían las últimas palabras que ambos intercambiarían. Lo siguiente ya lo conocéis.
Tres días después de su marcha Pedro regresó a Ávila. El deber llamaba, la vida seguía sin detenerse. A pesar del dolor de la despedida, siempre estará agradecido de haber disfrutado de su “abuelito” durante 27 años, de haber vivido instantes tan intensos junto a él. Cada vez que vea un partido en televisión o eche una “pachanga” con sus amigos sonreirá. Su “abuelito” estará presente.



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