María era, en apariencia, una mujer normal. En mi pueblo natal dirían “del mónton”. De profesión, administrativa de una PYME de las muchas que te encuentras en una ciudad como Sevilla. Alguien corriente con un empleo también corriente. Madre de dos chiquillos harto revoltosos, María pasaba las mañanas en la oficina y las tardes en el parque. Su marido, José, llegaba a casa cuando todos estaban ya acostados. La vida del autónomo del siglo XXI.
Un día, no sabría decirte concretamente si era miércoles o jueves, recibió un mail que le cambiaría la vida. Ella en ese momento no lo sabía. De hecho, localizó el correo en cuestión durante una purga por la carpeta de “no deseados”. De vez en cuando le gustaba echar un vistazo, por si las moscas. Nunca se sabe. El nombre del remitente, así de primeras, no le sonaba. “Josefa Aguilar, Josefa Aguilar, Josefa Aguilar”; repitió, para sí misma y con la intención de facilitar el recuerdo. De repente le vino. Era una amiga del instituto, a quien perdió la pista justo después de graduarse. Allá por el año 2002. ¿Qué querría de ella tantos años después? Clicó en el mensaje, al cual no se acompañaba título alguno, ávida de respuestas.
La cosa debía ser seria cuando como única introducción leyó: “Hola, María. Espero que estés bien. Recurro a ti porque no tengo a nadie más”. Era directo a más no poder. Continuaba exponiendo que su matrimonio, desde los comienzos, había sido un suplicio: insultos, desprecios, humillaciones, alguna agresión física puntual y un control férreo. No tenía círculo social alguno y hasta su familia se había alejado de ella. Estaba desesperada, necesitaba ayuda.
Sin dudarlo ni un instante María se lanzó a darle una contestación por la misma vía. Le propuso encontrarse esa misma tarde, en una cafetería del extrarradio. Josefa había vivido todos estos años a escasos 500 metros de su domicilio. A pesar de la cercanía, nunca se encontraron. Ahora se imaginaba los motivos. Por no tener, Josefa no tenía ni teléfono propio. A los pocos minutos llegó la respuesta: su amiga confirmaba la asistencia, ya que tenía como excusa acudir a una tutoría al colegio de su hijo, que contaba con seis años. Iría, de hecho, acompañada por él.
Se encontraron, sus hijos se entendieron y jugaron hasta la extenuación, Josefa comenzó a ver la luz al final del túnel. En esa reunión sentaron las bases de un futuro diferente, libre de violencia. Acudirían a Comisaría esa misma tarde. No podía dejarla volver al terror en que se había convertido su casa.
Desde entonces no le soltó la mano. Se hicieron inseparables.
Josefa y María, María y Josefa.
Juntas vencieron a la bestia. Josefa era libre por fin. Siempre estaría en deuda.
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