miércoles, 25 de agosto de 2021

La historia de Manuela


La historia de Manuela no dista de la de otras muchas mujeres. Un número que, por desgracia y en pleno siglo XXI, sigue siendo intolerable. Nuestra protagonista contrajo matrimonio allá por el año 2005. Previamente, había disfrutado de un periodo de noviazgo breve pero muy intenso. Así es, el verbo propio para describir la antesala a su unión era “disfrutar”. La cosa, sin embargo, iba a dar un giro inesperado para Manuela. Algo inimaginable, tratándose de su Pedro. Su príncipe azul, el hombre de su vida.


El primer suceso reseñable lo sufrió en plena luna de miel. Como tantas otras parejas por aquel entonces escogieron las Islas Canarias, el destino por antonomasia. Sería la segunda o tercera noche cuando, tras una cena que a ella le pareció perfecta, Pedro estalló: “¿Por qué te miraba así el camarero, Manuela? No te quitaba los ojos del escote el muy cerdo...”; gritó, visiblemente enfadado. Ella le respondió en tono conciliador, sorprendida por el arrebato de su nuevo marido: “Cariño, yo no me he dado ni cuenta la verdad. De todas formas lo único que puede hacer es mirar, se tiene que conformar con eso. En cambio tú puedes hacer con ellas lo que te plazca...”. La última frase la acompañó de un acercamiento íntimo, consistente en posar la mano derecha sobre su miembro viril, por encima del pantalón. Pedro reaccionó con un respingo, como si el contacto hubiera venido acompañado por una descarga eléctrica. “Serás guarra… Seguro que si hubieras estado con el camarero a solas habrías hecho lo mismo que conmigo. Es la última vez que sales así vestida. Vas provocando”. La cara de Manuela fue perdiendo color hasta quedarse totalmente pálida. Por momentos sintió que le fallaban las piernas, que en cualquier instante podía desfallecer. ¿Qué mosca le había picado? Sacando fuerzas de flaqueza extendió su brazo, acercándolo tanto como daba de sí al rostro de su esposo. Pedro dio un paso atrás, en clara actitud de rechazo, poniendo más tierra de por medio entre ellos. La mujer, abatida, rompió a llorar, cayendo hacia delante sobre sus rodillas. “No entiendo nada Pedro. Siento mucho si te he ofendido”; alcanzó a mascullar, entre sollozos. Su hombre cambió el tercio de repente, como si todo lo anterior hubiera sido una broma de mal gusto o una simple pesadilla: “No, Manuela, perdóname a mí. He bebido en exceso”; dijo, al tiempo que se ponía a su altura y la abrazaba. La cosa quedó ahí. Lo que Manuela no se imaginaba ni supo vaticinar es que estaba ante el comienzo de una  situación de maltrato de largo recorrido. Era, oficialmente, víctima de violencia de género.


El segundo episodio no se hizo esperar: una semana después de regresar de su viaje, Pedro protagonizó una nueva agresión. Esta vez fue un paso más allá, recurriendo al menosprecio y la amenaza. ¿El motivo? Unos celos infundados, al igual que aquella noche en Canarias. Según él, en una salida social de sábado cualquiera, estando acompañados de varias parejas de amigos, ella se fijó “más de la cuenta” en Alfredo. Precisamente Alfredo, un colega de los de toda la vida. Pedro, inmediatamente después de poner un pie en casa, le dijo algo así como que era una buscona y una puta. Concretamente usó el término fulana. Además, no conforme con lo anterior, llegó a advertirla de la siguiente manera: “No te voy a volver a permitir que me dejes en ridículo delante de mis amigos. La próxima no serán solo palabras”. Toda una declaración de intenciones.


En esta ocasión la reconciliación no llegó de corrido. En absoluto. Se hizo esperar un par de días durante los que Pedro la castigó con su silencio y falta de atención. Cuarenta y ocho horas que a Manuela le parecieron años. Su marido no le dirigió la palabra para nada. Por las noches ella lloraba en sordina. Quería encontrarle sentido a lo que le estaba pasando. ¿Lo había provocado ella de alguna forma? ¿Qué había hecho mal?; eran algunas de las preguntas que le rondaban la cabeza durante las largas horas de insomnio. Poco a poco, el sentimiento de culpa se fue instalando. A partir de ahora, decidió convencida, tendría especial cuidado para no enfadar a Pedro. Al fin y al cabo era su marido y sabía, por experiencia, que podía ser encantador. Lo quería de vuelta.


Pasaron los meses y Pedro, el de antes de casarse, no regresó. Las escenas de maltrato se encadenaban en el tiempo; una tras otra, cada vez con una periodicidad más corta. Su marido - el de antes - solo volvía, siquiera momentáneamente, para pedirle perdón y agasajarla con regalos y detalles. Esto ocurría siempre tras un episodio agresivo. Sin excepción. El Pedro del noviazgo retornaba solo lo suficiente para atraer nuevamente a Manuela hacia sí, para tenerla a su merced y evitar que escapara a su férreo control. No quería él perderla, no señor. Ella, por su parte, se afanaba en agradarlo. El objetivo era que la bestia no despertase. Sabía de buena tinta que cuando lo hacía podía ser temible.


Ni el embarazo consiguió recuperarlo: el éxtasis por la noticia de la próxima venida de su primer hijo le duró un par de semanas, a lo sumo.  De hecho, la primera agresión física grave tuvo lugar en el quinto mes de gestación. Pedro llegó a casa sobre las cuatro y se encontró a Manuela tendida en el sofá. Ese día se notaba excesivamente cansada. Su marido, lejos de interesarse por su estado, se encaminó decidido hasta ella y la asió del brazo con brusquedad, en un intento de levantarla. Comoquiera que Manuela no reaccionaba, Pedro le dio un tirón y la hizo caer al suelo. Su cuerpo golpeó el piso con un impacto seco, amortiguado en parte por la mesa camilla. Inmediatamente él se giró sobre sí mismo y se dirigió hacia la puerta de la vivienda, diciendo a su espalda: “Eres una vaga y una asquerosa. No eres capaz de prepararle la comida a tu esposo. Me voy al bar, no me esperes despierta esta noche”; las últimas palabras se ahogaron con el portazo que siguió a la salida de Pedro, que se marchó dejando tras de sí a una Manuela destrozada. Física y emocionalmente.


Lo que tampoco esperaba nuestra protagonista era la visita de su hermana Alba, la pequeña. Entró con sus llaves en el domicilio, sin previo aviso, y se topó de bruces con la escena: Manuela seguía tendida en el mismo sitio, junto al sofá, empapada en sudor y lágrimas. No sabría decir cuánto tiempo había trascurrido desde la agresión. Estaba aturdida. Alba la ayudó a ponerse en pie, le explicó que la había llamado Estela, la del cuarto. Los gritos se escucharon en todo el bloque. Lo siguiente que Manuela recuerda es que su hermana la abrazó durante horas, en silencio. Sobraban las palabras. De allí, juntas, se marcharon para no volver. Tocaba sobrevivir. 




martes, 10 de agosto de 2021

Una heroína sin capa


María era, en apariencia, una mujer normal. En mi pueblo natal dirían “del mónton”. De profesión, administrativa de una PYME de las muchas que te encuentras en una ciudad como Sevilla. Alguien corriente con un empleo también corriente. Madre de dos chiquillos harto revoltosos, María pasaba las mañanas en la oficina y las tardes en el parque. Su marido, José, llegaba a casa cuando todos estaban ya acostados. La vida del autónomo del siglo XXI. 


Un día, no sabría decirte concretamente si era miércoles o jueves, recibió un mail que le cambiaría la vida. Ella en ese momento no lo sabía. De hecho, localizó el correo en cuestión durante una purga por la carpeta de “no deseados”. De vez en cuando le gustaba echar un vistazo, por si las moscas. Nunca se sabe. El nombre del remitente, así de primeras, no le sonaba. “Josefa Aguilar, Josefa Aguilar, Josefa Aguilar”; repitió, para sí misma y con la intención de facilitar el recuerdo. De repente le vino. Era una amiga del instituto, a quien perdió la pista justo después de graduarse. Allá por el año 2002. ¿Qué querría de ella tantos años después? Clicó en el mensaje, al cual no se acompañaba título alguno, ávida de respuestas.


La cosa debía ser seria cuando como única introducción leyó: “Hola, María. Espero que estés bien. Recurro a ti porque no tengo a nadie más”. Era directo a más no poder. Continuaba exponiendo que su matrimonio, desde los comienzos, había sido un suplicio: insultos, desprecios, humillaciones, alguna agresión física puntual y un control férreo. No tenía círculo social alguno y hasta su familia se había alejado de ella. Estaba desesperada, necesitaba ayuda.


Sin dudarlo ni un instante María se lanzó a darle una contestación por la misma vía. Le propuso encontrarse esa misma tarde, en una cafetería del extrarradio. Josefa había vivido todos estos años a escasos 500 metros de su domicilio. A pesar de la cercanía, nunca se encontraron. Ahora se imaginaba los motivos. Por no tener, Josefa no tenía ni teléfono propio. A los pocos minutos llegó la respuesta: su amiga confirmaba la asistencia, ya que tenía como excusa acudir a una tutoría al colegio de su hijo, que contaba con seis años. Iría, de hecho, acompañada por él.


Se encontraron, sus hijos se entendieron y jugaron hasta la extenuación, Josefa comenzó a ver la luz al final del túnel. En esa reunión sentaron las bases de un futuro diferente, libre de violencia. Acudirían a Comisaría esa misma tarde. No podía dejarla volver al terror en que se había convertido su casa. 


Desde entonces no le soltó la mano. Se hicieron inseparables.


Josefa y María, María y Josefa.


Juntas vencieron a la bestia. Josefa era libre por fin. Siempre estaría en deuda.





lunes, 2 de agosto de 2021

Conmigo o con nadie más

 El nuevo día se presentó frío y desapacible. No es que a mí me importara o fuera a afectar de algún modo el devenir de los acontecimientos. Lo iba a hacer, nada en el mundo podía ya frenarme. Solo quería acallar las voces que taladraban mi conciencia: “Mátala, la muy puta te lo ha arrebatado todo”. Era conmigo o con nadie más; no había vuelta atrás. Y después, la oscuridad.



martes, 20 de julio de 2021

Sueños cumplidos

Hay personas, seguramente a puñados, que tienen que pensar un rato largo para elegir el mejor verano de su vida. Unas porque aprovechan el periodo estival para pasarlo en grande, para vivir a lo loco; otras, sin embargo y por desgracia, porque no cuentan con recuerdos lo suficientemente felices como para ponerles la etiqueta de “inolvidable”. Yo no me incluyo entre los primeros. Considero que, a pesar de disfrutar a tope mis veranos, siempre existen eventos que sobresalen por encima del resto. Tampoco entre los segundos, no señor. En mi caso particular hay un verano que destaca muy por encima de los demás: el del año 2010. Y me ha llevado decirdime por él una fracción de segundo. Os hablo del que sería, hasta la fecha presente, el mejor verano de mi vida.


Corría el mes de mayo cuando me dieron la noticia: era inspector alumno, había cumplido un sueño. Dicho así podría parecer que el camino fue sencillo. Nada más alejado de la realidad. No en vano, cerca de tres mil personas optábamos a solamente setenta y cinco plazas. Para conseguir la mía tuve que superar numerosas pruebas eliminatorias de diferente cuño, en un proceso selectivo que se extendió en el tiempo por periodo superior a medio año.  A saber: un primer examen que medía el nivel de rendimiento físico de los candidatos; y un segundo, ya entrado febrero, sobre conocimientos teóricos, en formato tipo test. Aquí estaba la principal criba. Superado el corte inicialaproximadamente doscientos cincuenta candidatos nos embarcamos en la fase final: supuesto práctico, idiomas – en mi caso concreto, inglés - y psicotécnicos. Finalmente, como último escollo, tocaba superar una entrevista personal. Acceder a la Escala Ejecutiva de la Policía Nacional no es, precisamente, moco de pavo. En absoluto. 


Decía que la noticia me llegó en pleno mes de mayo. Mi padre, que quiso estar presente a la hora de consultar las calificaciones, lloró como un niño pequeño. No recuerdo haberlo visto derramar ninguna lágrima de alegría antes de ese día, para que os hagáis una idea. Estábamos pletóricos. Esa misma noche salimos a celebrarlo con mi madre a una pizzería que nos encantaba. La ocasión lo merecía. 


El mes de junio lo dediqué por entero a planificar el verano. La formación en Ávila no empezaría hasta el mes de septiembre, según me informaban en la carta de citación. ¡Menudo subidón abrir el buzón y encontrarla ahí! Desde la Dirección General de la Policía me daban hasta la enhorabuena por lo conseguido. Todo un detalle por su parte. A la vista de los acontecimientos decidí, aprovechando que mi abuelo contaba con una segunda residencia en un pequeño municipio de la costa malagueña, que me trasladaría hasta allí. Iría con él, por supuesto. Porque es cierto eso que dicen de que los abuelos deberían ser eternos: el mío, además de eso, era mi mejor amigo, mi confidente. Y ese año, por si fuera poco, había Mundial. El fútbol era nuestro principal nexo de unión y no pensábamos perdernos ni un solo partido. Veríamos los de España y todos los demás. Sin excepción.


Un 29 de junio puse rumbo al paraíso. O mejor dicho, pusimos. Lo hice acompañado de mi abuelo, a quien por cierto le encantaba madrugar. Aún estando ociosos ambos, uno por jubilación y otro porque sí, porque me lo había currado; me emplazó para salir a las siete de la mañana. ¡A las siete de la mañana! Como lo leéis… Su argumento: “A quien madruga Dios le ayuda”. Irrebatible, irrefutable. El caso es que se hizo como él quería y, al final, se lo tuve que agradecer. A nuestro paso por el Rincón de la Victoria me propuso parar para desayunar. Tomé la primera salida que pude y nos encaminamos hacia la costa. Íbamos totalmente a ciegas. Ninguno había estado antes por la zona. Decidimos, en base a la popular creencia de que donde paran los camioneros, por riles, son los mejores sitios; detenernos en un bar del pueblo, atestado de vehículos pesados. Ese día confirmé que la sabiduría del pueblo no debe ser cuestionada. Menudo mollete mixto vegetal me hinqué. Alta cocina.


Con la barriga llena y una sonrisa de oreja a oreja llegamos a nuestro destino: Torre del Mar. La playa ha sido siempre una de mis pasiones. Las mañanas y algunas tardes las dedicaría a impartir clases particulares de refuerzo. Necesitaba una fuente de ingresos temporal. El resto del tiempo sería invertido en ocio. Me lo había ganado. Sobre la una y media me citaba con mi abuelo en El Yate, un bar de los más clásicos, para tomarnos un par de cervezas acompañadas por un buen plato de gambas cocidas. Un lujo al alcance de unos pocos. Después del almuerzo nos tendíamos en el sofá a pegar una cabezada. El descanso del guerrero. Si no tenía clases, a eso de las cinco ya estaba tendido en la esterilla, tostándome al sol. Si las tenía, entre clase y clase, solía aprovechar para refrescarme en la piscina de la urbanización. Por la noche salía a cenar y tomar algo con amigos. Día sí, día también. 


Ahora que me paro a pensarlo fríamente, el verano de 2010 no distó mucho de otros en lo que a actividades se refiere. Yo era de los que solía aprobar todo en junio durante mi época de universitario, así que los meses estivales los pasaba de la misma guisa. En Torre del Mar y ocioso. En mi refugio. Sin embargo, el verano de 2010 tenía algo que los otros no tenían – además de que España se proclamó campeona del mundo, no lo olvidemos -: había alcanzado mi SUEÑO, en mayúsculas. Iba a ser inspector de policía. Todo el esfuerzo había merecido la pena. Lo conseguí, la plaza era mía. Ese ha sido, de largo, el mejor verano de mi vida.

 










martes, 11 de mayo de 2021

El acoso sexual: un análisis del panorama actual

 Menudo culo te hace esa falda” o “¡Qué guapa vienes hoy! Si no fueras tan estrecha ibas a saber lo que es bueno...”; son dos ejemplos de lo que, con cierta habitualidad, aguantan las mujeres en sus lugares de trabajo. Frases vertidas siempre por hombres, desde una posición de poder que invita a tratar al otro sexo como si de un objeto se tratase. Una mercancía de usar y tirar. Se llama machismo. Ni más, ni menos.

Los comentarios que abren este artículo han sido extraídos del relato de hechos probados de una de las sentencias del Tribunal Supremo que han integrado mi Trabajo Fin de Grado (en adelante, TFG). Un total de diez pronunciamientos, de los cuales 6 tenían como víctimas a mujeres adultas y 4, a menores. En las primeras, por el superior grado de madurez, las barreras defensivas se encuentran más desarrolladas, lo que supone, generalmente, que exista una situación de acoso sexual previo al atentado directo sobre la sexualidad de la mujer. Las menores, por el contrario, sufren ataques en sus cuerpos sin transitar por la antesala de la solicitud, a manos, normalmente, de profesores o educadores. Cuando hablo de acoso sexual previo me refiero, entre otras, a las siguientes conductas: miradas lascivas e insistentes, comentarios de tono sexual, gestos fuera de lugar, bromas inapropiadas, etcétera. Algunas veces, incluso, en presencia de otros trabajadores – por regla general, del sexo masculino -, que suelen optar por el silencio, en algunos casos, y en otros por secundar al acosador, a través de reírle las gracias, por ejemplo. Esto, en no pocas ocasiones, deriva en la solicitud que supone la conducta típica recogida en el artículo 184 del Código Penal, de acoso sexual.

¿De qué manera se sustenta todo este entramado? ¿Por qué la mujer es la víctima mayoritaria y el varón, el agresor por excelencia? ¿Existe alguna explicación de conjunto? A estos interrogantes podríamos responder con una sola palabra: desigualdad. Se trata, lejos de toda duda, de una tipología delictiva que requiere un abordaje específico como consecuencia de su estructuralidad. La culpa la tiene la cultura y, por extensión, sus procesos de socialización. Así de sencillo. Porque, además de la figura del agresor, es menester tener presente la intervención de aquellas personas, varones en su mayoría, que callan ante comportamientos molestos para las mujeres y con su inacción refuerzan, al tiempo que normalizan, actitudes de todo punto machistas. Aunque pueda parecer una nimiedad, los cimientos sobre los que se edifica lo que se ha tenido a bien en llamar cultura de la violación coinciden con las conductas recién expuestas. El rechazo y la sanción social son las mejores herramientas de defensa para el colectivo de las mujeres.

De vuelta al estudio de sentencias en el que se centró el TFG, y una vez en contexto, a continuación enumeraré las conclusiones de interés criminológico alcanzadas. Para una mejor comprensión dividiremos las variables en tres bloques independientes: el primero relativo a la víctima; el segundo, del modus operandi y el contexto en que tiene lugar la acción criminal; y, por último, todo lo relacionado con rasgos comunes de autor. 

1.- Victimología

En este bloque se han analizado varias variables, entre las que destacaría: por un lado, la duración de la situación de acoso. En víctimas menores se registran episodios durante un periodo de tiempo superior a aquel relativo a mujeres en edad adulta. Hablamos, en muchos casos, de situaciones que superan el año. De hecho, normalmente la denuncia llega a través de los progenitores una vez tienen conocimiento de los actos. En los pronunciamientos analizados, si bien constituyen una muestra no representativa, por su reducido tamaño; no se ha producido la actuación directa por parte de los centros educativos implicados, por ejemplo, aun cuando en algunos supuestos constaba que la Dirección conocía del desarrollo de ciertas prácticas poco ortodoxas llevadas a cabo por profesores del centro involucrado. Como veremos más adelante el acoso a menores se desarrolla, generalmente, en el ámbito educativo.

Asimismo, la segunda cuestión de interés estudiada, coincidiría con el daño ocasionado en la salud de la víctima como consecuencia de la situación de acoso. En un 70% de las sentencias, esto es, 7 de las 10, se ha registrado documentalmente un deterioro psíquico en la mujer. La patología más habitual, casi exclusiva, ha sido el TEPT (Trastorno por Estres Post-Traumático). Al respecto de los tres supuestos en que no ha quedado objetivado un menoscabo en las perjudicadas, diremos que los motivos son, a todas luces, comprensibles y esperables. A saber: uno de ellos tuvo como víctima a una menor de 15 años que, además, padecía una discapacidad no especificada. El condenado era un psicólogo/educador del Centro donde era atendida la adolescente. Ambos mantuvieron una relación sentimental “consentida”, hasta que la madre de la niña tuvo conocimiento y acudió al cuartel de la Guardia Civil a denunciar los hechos. Aquí, por una razón lógica, la perjudicada no sufrió ningún tipo de daño a la salud, toda vez que actuó por “voluntad propia”, según su inmaduro criterio. En los otros dos los actos se prolongaron en el tiempo por periodos no superiores a tres meses y la acción más grave que resultó probada coincidió, en ambos casos, con un tocamiento de carácter superficial. Por tanto, y a modo de conclusión, podríamos afirmar que el deterioro en la salud de la víctima es directamente proporcional a la duración de la situación de acoso y a la gravedad de los episodios registrados.

2.- Modus operandi y contexto

Recordemos que el acoso sexual del artículo 184 solamente se puede dar en tres contextos tasados: laboral, de prestación de servicios y docente. En el caso de mujeres adultas, los casos se ceñirán en su inmensa mayoría al ámbito del trabajo. Por su parte, en mujeres jóvenes y menores, en base a los procesos de socialización clásicos, este tipo de atentados contra la sexualidad quedarán limitados al entorno académico.

En otro orden de cosas tendríamos lo relativo al modus operandi, es decir, la manera de actuar típica de los agresores. Sobre este destacamos los siguientes puntos:

- En primer lugar, el hecho de que la superioridad jerárquica de sujeto activo sobre pasivo sea una constante. Esto es, en todos y cada uno de los pronunciamientos el agresor ostentaba una posición de poder, de la que abusó para satisfacer su ánimo libidinoso por vías de hecho. No perdamos de vista que a nivel legislativo esta circunstancia aparece como agravante en el apartado segundo del artículo 184, si bien, a la vista del resultado del análisis, resulta ser más un elemento central de la acción que un mero complemento o accesorio.

- En segundo lugar, destaca enormemente la existencia de una escalada violenta, tanto a nivel cualitativo como cuantitativo. O sea que las situaciones ascienden, desde su origen, en número y en gravedad. Por ejemplo, lo que en principio se presenta como bromas o comentarios íntimos (“Cada día se te ve más joven, me encanta que te pongas esos vaqueros ajustados, ¿tu marido te da lo que necesitas?”) evoluciona, con el paso del tiempo, en solicitudes sexuales expresas y, en todos los casos, sin excepción, en ataques directos sobre el cuerpo de la mujer. Porque la denuncia siempre llegó a raíz de episodios de esta naturaleza: abusos y/o agresiones sexuales.

- En última instancia conviene no obviar un par de elementos de gran interés criminológico: por un lado, que las conductas de relevancia penal tengan lugar lejos de la mirada de terceras personas, es decir, que no existan testigos de lo ocurrido. Esto se produce por dos motivos, principalmente. A saber: la eterna búsqueda de impunidad por parte del malhechor y la intimidad asociada a este tipo de acciones, de carácter privado. 

Por otro lado, como segundo aspecto relevante, tendríamos que en mujeres adultas se suelen registrar situaciones acoso laboral (mobbing) a manos de agresor y a raíz de las negativas previas a atender las demandas de carácter sexual. La conducta aparece como una suerte de castigo o penalización, en la que el sujeto activo aprovecha su posición de poder para menospreciar a la víctima, a veces en presencia de otros trabajadores, y asignarle funciones que no se asocian habitualmente a su puesto. Es más, este ilícito proceder se erige, en no pocos casos, en el detonante principal de la denuncia.

3.- Rasgos comunes del agresor

Por último, llegamos a la figura del agresor, de la que vamos a destacar los aspectos que a continuación se detallan:

- Ninguno de los diez condenados contaba con antecedentes penales previos, esto es, se trataba de delincuentes primarios. Asimismo, aunque no se trata de un elemento representativo por el tamaño de la muestra, todos y cada uno de ellos ostentaban la nacionalidad española cuando los hechos tuvieron lugar.

- En segundo lugar, conviene destacar el elevado nivel de cualificación de los agresores: hasta en un 70% de los pronunciamientos tenemos a un hombre con estudios universitarios desempeñando el papel de sujeto activo del delito. Esto enlaza a la perfección con la variable de la superioridad jerárquica, por cierto.

- Por último, para terminar con el artículo, destaco la significativa diferencia de edad que aparece en los 10 casos a análisis: en todos, el agresor superaba a la víctima en experiencia vital. De hecho, en el 50% de las sentencias la diferencia de edad superaba los 25 años. Esta circunstancia presenta una relación incuestionable con la cultura: hombres mayores que persiguen satisfacer su impulso sexual con mujeres mucho más jóvenes, a las que, visto lo visto, solo podían acceder mediante la comisión de ilícitos penales.

Antes de cerrar el telón definitivamente haré un apunte que considero de enorme relevancia: la Macroencuesta de Violencia Contra la Mujer 2019, principal estadística oficial en esta temática de nuestro país, tanto en contenidos como en actualidad; vuelve a poner de manifiesto la significativa cifra negra existente. Concretamente, y en tono literal, se contempla lo siguiente: “El 2’5% de las mujeres que han sufrido acoso sexual lo denunciaron en la Policía, la Guardia Civil o en el juzgado y el 1’2% acudieron a un servicio médico o de atención psicológica”. De estas, casi un 40% no contó lo sucedido a nadie de su entorno. ¿Los motivos? Principalmente, por “vergüenza o apuro”, “el problema terminó” o “eran otros tiempos”; entre otros.

A la vista de los resultados del estudio empírico, así como los datos recogidos en la Macroencuesta recién mencionada, el Balance de Criminalidad del Ministerio del Interior y el Informe sobre delitos contra la libertad e indemnidad sexual en España, del Gabinete de Coordinación y Estudios; propuse como posibles soluciones a la problemática que nos ocupa, resumidamente, las que a continuación expongo: por un lado, eliminar el requisito de perseguibilidad del artículo 191 del Código Penal, que cataloga el acoso sexual como semipúblico, requiriendo de la denuncia de la perjudicada que, en el momento de los hechos, supera la mayoría de edad. Sin ella, estas conductas no pueden ser perseguidas institucionalmente. Por otro lado, considero importante insistir en las campañas de concienciación, al objeto de continuar trabajando en la creación de una cultura de rechazo y sanción social; además de incluir, en el currículo de Primaria y Secundaria, asignaturas relacionadas con la igualdad de género. Asimismo, y en lo que respecta al ámbito laboral y universitario, propuse implantar canales de denuncia efectivos, así como impartir formaciones en esta línea entre los empleados, generando implicación y depositando responsabilidad en los mandos a la hora de detectar e intervenir a tiempo llegado el caso. Para terminar este apartado no quiero dejarme en el tintero la formación específica de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, en concreto de sus agentes encargados de combatir este tipo de tipologías delictivas.  Estas son algunas de las propuestas de mayor peso que se incluyen en el Trabajo, tendentes todas ellas a mejorar la política criminal y generar mayor confianza en las víctimas para que acudan a las Autoridades a pedir auxilio.

Hasta aquí mi aportación de hoy. Espero sea de vuestro interés. Gracias por leerme y nos vemos en la próxima entrada. See you all soon guys.



domingo, 7 de marzo de 2021

Un obligado hasta luego

 No me gustan las despedidas. ¿A quién, en su sano juicio, le puede agradar decir adiós a personas queridas? A nadie, indudablemente. Más si cabe cuando el motivo es ajeno a lo estrictamente profesional. Hoy, no me andaré con rodeos, es uno de los días más duros de mi vida: tras casi seis años al frente del Grupo de Investigación de la U.F.A.M. de Málaga, me despido para cambiar de destino. En realidad, no me marcho de un simple grupo de trabajo, no señor. Dejo atrás a mi equipasso, como cariñosamente nos hemos autodenominado.

Después de darle muchas vueltas al coco, de intentar, una y otra vez, evitar lo inevitable; llegó la hora de cambiar de aires para conciliar el trabajo con mi vida personal. Porque, me duela o no, es momento de volcarse en la familia. De centrarme en mi pequeño Óliver. Atrás dejo grandes profesionales, experiencias inolvidables y, lo que es más importante todavía, muy buenos amigos y amigas. Colegas para toda la vida. Vosotros y vosotras, mis súper policías, sois la razón principal de mi tristeza. Vosotros y vosotras, amigos/as, me habéis regalado los que posiblemente sean mis mejores años en esta santa casa, la Policía Nacional. 


Aterricé aquí sin pena ni gloria. No en vano, mi designación fue del todo inesperada: vine a Málaga, de hecho, buscando “acción”, esto es, dedicarme a las drogas y el crimen organizado. Sin embargo, por afán del destino, acabé recalando en la Unidad de Familia y Mujer, un proyecto que, de hecho, iniciamos juntos, allá por abril de 2015. Desde entonces hemos superado tiempos difíciles, conflictos de diferente cuño, casos peliagudos donde los haya, pero siempre con una sonrisa en la cara. Siempre, sin excepción, me habéis regalado confianza a raudales, en forma de dedicación y trabajo bien hecho. Todo ello supuso que, lo que en principio parecía algo temporal, se convirtiera en una forma de vida. La nuestra, la del equipasso.


Por esto y mucho más os quiero dar las gracias. Gracias por hacerme crecer como policía y persona. Gracias por acompañarme desde el minuto uno, cuando mi bagaje como “director de orquesta” dejaba mucho que desear. Gracias por guiarme, por levantarme después de cada tropiezo, por aconsejarme incluso cuando yo, testarudo por momentos, no lo demandaba. Gracias por criticarme si hacía algo mal, por escucharme, por aguantarme. Gracias por hacer de esta profesión algo divertido. Gracias por haber ayudado a tantas mujeres y hombres que confiaron en nosotros. Gracias, en definitiva, por hacerme tan feliz. Hasta la próxima, equipasso, porque este inspector amenaza con volver. Os quiero y no poco.

viernes, 15 de enero de 2021

La ruta 2 del Sansueña

 La mañana era lluviosa y desapacible. Por suerte, la parada del autobús me pillaba a escasos doscientos metros del portal de mi casa. Para un chaval de catorce años, en buena forma física, el paraguas sobraba. Mi madre, en sus trece, gritaba desde el salón: “Álvaro, no se te ocurra irte sin el paraguas”. Todo sea por llevar la contraria. Al final salí sin él, total, cuando se enterara yo ya estaría camino del colegio, cómodamente sentado en mi asiento. ¡Qué sería de mí sin estos toques de rebeldía!

Llegué a la parada en un abrir y cerrar de ojos, tal como había previsto. Lo que no tenía calculado era la cantidad de agua que puede descargar un solo nubarrón en cuestión de segundos. Las zapatillas J’Hayber no fueron rival para la lluvia y me subí al autobús con los calcetines empapados. Mi madre volvía a salirse con la suya. “Siempre tiene razón, jolines”; me censuré, aunque nunca se lo admitiría. A cada pisada, por los diminutos agujeros del lateral de mis bambas, salía un significativo volumen de agua. Nada más poner un pie en el pasillo, me encontré con don Juan de bruces. Con sus ojos clavados en mis pies declaró: “No podrías haber cogido el paraguas para llegar hasta aquí, ¿verdad?”. Desvié la mirada, arrepentido. Finalmente alcancé a decir, entre balbuceos: “Lo siento, don Juan”. Por respuesta meneó la cabeza de lado a lado, en clara señal de desaprobación y se apartó un poco, lo suficiente para que pudiera seguir la marcha hasta mi asiento.

A mi llegada, como siempre, me esperaba Emilio. Su amplia sonrisa anticipaba lo que estaba por llegar: “No sé cómo te las apañas, pero todos los días te llevas la bronca tío”; a mitad de camino en la frase, ya había comenzado a emitir sonoras risotadas. Le di un buen coscorrón para que se callara. Esta vez se lo había ganado. “¡Eh! Que no tengo yo la culpa de que seas un rebelde sin causa”; protestó, visiblemente molesto por el golpe. Decidí cambiar de tercio para apaciguar las aguas – nunca mejor dicho -: “Supongo que habrás estudiado para el examen de mates. La última vez don Juan te aprobó de milagro, y no creo que lo hiciera gracias a tus amplios conocimientos”; las dos palabras finales las revestí de un ligero toque de ironía. Emilio era bueno en muchas cosas. Así, a bote pronto, se me ocurren las siguientes: lengua, historia, plástica, educación física… Básicamente todo a excepción de las mates. Afortunadamente para él, estas eran mis favoritas. “Saca el libro, cabezón. En veinte minutos de trayecto se pueden hacer maravillas”; le dije, al tiempo que acompañaba la frase de una cariñosa palmada en el hombro. No en vano éramos mejores amigos.

Transcurridos diez minutos desde mi encontronazo con el temporal, don Juan recorrió la distancia que separaba su asiento, en primera línea, hasta el nuestro, justo después de la puerta de en medio. Al tener la abertura justo delante, la hilera de dos plazas que ocupaba ese lugar venía provista de una barra de protección, para evitar que un frenazo te catapultara hacia el hueco. A dos adolescentes rebeldes como nosotros nos gustaba poner las piernas en alto y recostarnos. La postura nos hacía parecer más chulos de lo que, en realidad, éramos. El maestro llegó a nuestra altura. Solo con la mirada, un servidor y su inseparable bajamos las piernas iso facto, irguiendo nuestros cuerpos. Él, por su parte, se dedicó nuevamente a menear la cabeza lateralmente. Era su forma de decirnos: “No sé qué voy a hacer con vosotros”. Enseguida ocupó el asiento libre que quedaba a mi izquierda (ya que a Emilio le gustaba viajar en la ventana y, como se subía en una parada anterior a la mía, tenía preferencia), miró mi regazo, donde descansaba el libro de mates, y dijo: “Si vuestro comportamiento fuera la mitad de bueno que vuestros resultados, seríais unos alumnos de diez. De hecho, debéis saber que en la vida es más importante ser amables y sinceros que unos eruditos”. Decidí interrumpirle para salir de mi ignorancia: “Perdone que le interrumpa, don Juan, ¿qué es un erudito?”. “Alguien que sabe mucho sobre algo”; contestó. Asentí en señal de comprensión. Inmediatamente prosiguió: “Álvaro, estoy seguro de que tu madre te insistió para que cogieras un paraguas. Te conozco como si te hubiera parido”. Era un reproche, pero por su tono de voz sonó cercano, agradable. No fui capaz de engañarle: “Sí, don Juan. Me lo repitió varias veces. La última a grito pelado desde el salón, cuando iba a marcharme”. Volví a agachar la cabeza sin darme cuenta. “Y dime, ¿por qué no le hiciste caso?” ; añadió. “No lo sé, por molestar supongo”; respondí, al tiempo que le guiñaba un ojo a Emilio para restarle importancia a mi concesión. Él rio y yo, para no variar el guion, le acompañé. Don Juan, inesperadamente, también lo hizo, emitiendo una carcajada sonora, espontánea. Natural, en definitiva. A ambos nos dejó descolocados. “La verdad es que es gracioso. No le haces caso por molestar y acabas subiendo al bus calado hasta los huesos”; dijo, entre risas. Ahora sí que nos había descolocado de verdad. “Tu madre te dice que cojas el paraguas porque está lloviendo a cántaros y tú, por darle por saco, sales por patas sin él y acabas empapado”. Emilio, lejos de echarme un capote a estas alturas, abrió el pico para hacer leña del árbol caído: “Joder, don Juan, tienes más razón que un santo”. Miré a uno y otro, alternativamente, durante varios segundos. El pesado silencio se rompió por una nueva oleada de jolgorio: más risas y aspavientos con los brazos hicieron que me diera cuenta de lo estúpido de mi decisión. Don Juan concluyó la charla: “Eres capaz de lo mejor, como ahora con Emilio, ayudándolo a sacar el examen; y de lo peor, antes, con tu madre. Piénsalo”. No hubo tiempo para la réplica. Habíamos llegado a nuestro destino.