UN SÁBADO CUALQUIERA EN CÓRDOBA

UN SÁBADO CUALQUIERA EN CÓRDOBA
UNA DE BUENOS AMIGOS

martes, 20 de julio de 2021

Sueños cumplidos

Hay personas, seguramente a puñados, que tienen que pensar un rato largo para elegir el mejor verano de su vida. Unas porque aprovechan el periodo estival para pasarlo en grande, para vivir a lo loco; otras, sin embargo y por desgracia, porque no cuentan con recuerdos lo suficientemente felices como para ponerles la etiqueta de “inolvidable”. Yo no me incluyo entre los primeros. Considero que, a pesar de disfrutar a tope mis veranos, siempre existen eventos que sobresalen por encima del resto. Tampoco entre los segundos, no señor. En mi caso particular hay un verano que destaca muy por encima de los demás: el del año 2010. Y me ha llevado decirdime por él una fracción de segundo. Os hablo del que sería, hasta la fecha presente, el mejor verano de mi vida.


Corría el mes de mayo cuando me dieron la noticia: era inspector alumno, había cumplido un sueño. Dicho así podría parecer que el camino fue sencillo. Nada más alejado de la realidad. No en vano, cerca de tres mil personas optábamos a solamente setenta y cinco plazas. Para conseguir la mía tuve que superar numerosas pruebas eliminatorias de diferente cuño, en un proceso selectivo que se extendió en el tiempo por periodo superior a medio año.  A saber: un primer examen que medía el nivel de rendimiento físico de los candidatos; y un segundo, ya entrado febrero, sobre conocimientos teóricos, en formato tipo test. Aquí estaba la principal criba. Superado el corte inicialaproximadamente doscientos cincuenta candidatos nos embarcamos en la fase final: supuesto práctico, idiomas – en mi caso concreto, inglés - y psicotécnicos. Finalmente, como último escollo, tocaba superar una entrevista personal. Acceder a la Escala Ejecutiva de la Policía Nacional no es, precisamente, moco de pavo. En absoluto. 


Decía que la noticia me llegó en pleno mes de mayo. Mi padre, que quiso estar presente a la hora de consultar las calificaciones, lloró como un niño pequeño. No recuerdo haberlo visto derramar ninguna lágrima de alegría antes de ese día, para que os hagáis una idea. Estábamos pletóricos. Esa misma noche salimos a celebrarlo con mi madre a una pizzería que nos encantaba. La ocasión lo merecía. 


El mes de junio lo dediqué por entero a planificar el verano. La formación en Ávila no empezaría hasta el mes de septiembre, según me informaban en la carta de citación. ¡Menudo subidón abrir el buzón y encontrarla ahí! Desde la Dirección General de la Policía me daban hasta la enhorabuena por lo conseguido. Todo un detalle por su parte. A la vista de los acontecimientos decidí, aprovechando que mi abuelo contaba con una segunda residencia en un pequeño municipio de la costa malagueña, que me trasladaría hasta allí. Iría con él, por supuesto. Porque es cierto eso que dicen de que los abuelos deberían ser eternos: el mío, además de eso, era mi mejor amigo, mi confidente. Y ese año, por si fuera poco, había Mundial. El fútbol era nuestro principal nexo de unión y no pensábamos perdernos ni un solo partido. Veríamos los de España y todos los demás. Sin excepción.


Un 29 de junio puse rumbo al paraíso. O mejor dicho, pusimos. Lo hice acompañado de mi abuelo, a quien por cierto le encantaba madrugar. Aún estando ociosos ambos, uno por jubilación y otro porque sí, porque me lo había currado; me emplazó para salir a las siete de la mañana. ¡A las siete de la mañana! Como lo leéis… Su argumento: “A quien madruga Dios le ayuda”. Irrebatible, irrefutable. El caso es que se hizo como él quería y, al final, se lo tuve que agradecer. A nuestro paso por el Rincón de la Victoria me propuso parar para desayunar. Tomé la primera salida que pude y nos encaminamos hacia la costa. Íbamos totalmente a ciegas. Ninguno había estado antes por la zona. Decidimos, en base a la popular creencia de que donde paran los camioneros, por riles, son los mejores sitios; detenernos en un bar del pueblo, atestado de vehículos pesados. Ese día confirmé que la sabiduría del pueblo no debe ser cuestionada. Menudo mollete mixto vegetal me hinqué. Alta cocina.


Con la barriga llena y una sonrisa de oreja a oreja llegamos a nuestro destino: Torre del Mar. La playa ha sido siempre una de mis pasiones. Las mañanas y algunas tardes las dedicaría a impartir clases particulares de refuerzo. Necesitaba una fuente de ingresos temporal. El resto del tiempo sería invertido en ocio. Me lo había ganado. Sobre la una y media me citaba con mi abuelo en El Yate, un bar de los más clásicos, para tomarnos un par de cervezas acompañadas por un buen plato de gambas cocidas. Un lujo al alcance de unos pocos. Después del almuerzo nos tendíamos en el sofá a pegar una cabezada. El descanso del guerrero. Si no tenía clases, a eso de las cinco ya estaba tendido en la esterilla, tostándome al sol. Si las tenía, entre clase y clase, solía aprovechar para refrescarme en la piscina de la urbanización. Por la noche salía a cenar y tomar algo con amigos. Día sí, día también. 


Ahora que me paro a pensarlo fríamente, el verano de 2010 no distó mucho de otros en lo que a actividades se refiere. Yo era de los que solía aprobar todo en junio durante mi época de universitario, así que los meses estivales los pasaba de la misma guisa. En Torre del Mar y ocioso. En mi refugio. Sin embargo, el verano de 2010 tenía algo que los otros no tenían – además de que España se proclamó campeona del mundo, no lo olvidemos -: había alcanzado mi SUEÑO, en mayúsculas. Iba a ser inspector de policía. Todo el esfuerzo había merecido la pena. Lo conseguí, la plaza era mía. Ese ha sido, de largo, el mejor verano de mi vida.